Carolina Pinheiro, directora de la AMDD y CEO de Inbrax, escribe sobre el marketing con IA responsable como una tendencia para el 2026.
“La tecnología sin alma no transforma. Solo lo hará la inteligencia emocional”. La frase de Tor Myhren, vice president of marketing communications de Apple, resume uno de los mayores desafíos éticos y creativos de nuestra era: entender que la inteligencia artificial no es neutral. Hereda, amplifica y multiplica los sesgos humanos presentes en los datos, en las imágenes y en el lenguaje que la alimentan.
Vivimos una fascinación colectiva por la IA. La usamos para todo: escribir, diseñar, recomendar, segmentar y predecir. Pero detrás de cada modelo hay decisiones humanas: qué datos se incluyen, cuáles se excluyen, qué valores definen la “precisión” o la “eficiencia”.
Ahí es donde se filtran nuestros prejuicios consciente o inconscientemente, pues una IA entrenada con información sesgada puede terminar reproduciendo estereotipos de género, edad o etnia: desde generadores de imágenes que solo muestran a hombres blancos como líderes o CEO, hasta sistemas publicitarios que asocian determinados barrios o nombres con menor valor económico o cultural.
En el marketing, esto no es menor. Si los algoritmos aprenden del pasado, reproducen su desigualdad, y si las marcas delegan sus decisiones creativas o de segmentación a sistemas automáticos sin supervisión humana diversa, el riesgo es construir comunicaciones que parezcan eficientes, pero sean injustas.
2026 traerá una exigencia ineludible: pasar de la inteligencia artificial a la conciencia algorítmica. No bastará con usar IA; habrá que entenderla, auditarla y entrenarla con propósito.
Las empresas responsables deberán incorporar equipos multidisciplinarios, diversos y éticamente formados, capaces de detectar sesgos y corregirlos antes de que se transformen en patrones culturales. Pero también habrá que revalorizar el ingenio humano: ese talento capaz de conectar ideas, emociones y contextos de forma única.
La IA puede procesar millones de datos en segundos, pero no puede interpretar una emoción, una ironía o una intuición. El ingenio humano es lo que convierte la información en significado, la tecnología en narrativa y los datos en impacto cultural.
La IA no tiene alma, pero puede aprender de la nuestra. Si la alimentamos con diversidad, empatía y mirada crítica, podrá convertirse en una verdadera herramienta de inclusión. Si la dejamos operar solo bajo la lógica de la eficiencia, reforzará el statu quo que tanto decimos querer cambiar. Porque la tecnología, sin inteligencia emocional, no transforma.
En un futuro donde las marcas competirán no sólo por la atención, sino por la confianza, la verdadera ventaja será combinar el poder de los algoritmos con la sensibilidad humana.
La pregunta para 2026 no será cuánta inteligencia artificial usamos, sino cuánta humanidad decidimos ponerle.





